Vivimos en un mundo turbulento. Por más que el avance tecnológico sea una realidad irreversible y la globalización, con sus supuestas virtudes, sea proclamada a los cuatro vientos por los profetas del nuevo orden mundial como la solución a todos los problemas, las distancias entre el mundo rico y el mundo pobre continúa aumentando. Como consecuencia, oímos de guerras en cada uno de los puntos cardinales al tiempo que millares de personas mueren diariamente de hambre en el continente africano.
El terrorismo, con sus diferentes facetas, continúa amedrentando nuestro diario vivir, unas veces atacando América del Sur, otras, a Europa o Asia y, recientemente, también a los Estados Unidos de América con el ataque a las Torres Gemelas del World Trade Center. El modernismo, con el ser humano en su centro, fracasó. Ya es cosa del pasado. Llevó a la clase intelectual a perder la confianza que tenía en el humanismo exacerbado de los siglos diecinueve y veinte, y comenzó a empujarnos hacia el postmodernismo, con su espiritualidad controlada por la Nueva Era, su énfasis en los espíritus y lo sobrenatural, y una religiosidad mezcla de materialismo con orientalismo. En medio de esto, y aparentemente sin importarle ni al postmodernismo ni a la globalización (aunque en muchos casos, aprovechándose de ambos), una fuerza mundial -que no pasa desapercibida a nadie-, continúa creciendo: el islamismo. Todos los días vemos y oímos en los medios de comunicación noticias relacionadas con algún país musulmán. Generalmente, estas noticias hacen referencia a una guerra o a algún desastre natural, como los recientes terremotos en Turquía o a la extrema pobreza de algunos países como Afganistán, Bangladesh o Sudán. Con tanto “ruido”, son pocos los que consiguen mantener una opinión imparcial acerca del islamismo. Desafortunadamente, parece que la mayoría de occidentales se van formando una opinión negativa sobre los musulmanes, llegando en algunos casos al extremo de suponer que se trata de gente peligrosa, capaz de estrangular al primer cristiano que se les atraviese por su camino. Y esta percepción ha ido en aumento luego de los ataques del 11 de septiembre.
¿Y la iglesia? ¿Y los cristianos? ¿Cómo nos estamos posicionando frente a estas diferentes realidades? ¿Nos estamos dejando influenciar por los medios de comunicación? Tristemente, parece ser que incluso los mismos evangélicos que se dicen comprometidos, sustentan una percepción distorsionada de la situación. Recientemente estuve en una reunión de pastores en cierto país europeo, promoviendo una conferencia misionera sobre el mundo islámico, y me impresionó notar el rencor y el racismo que demostraban algunos pastores hacia musulmanes que habían emigrado a Europa y que vivían en esa ciudad. En otra ocasión, conversando por teléfono con un pastor sudamericano, me dijo: “Mira, menos mal que no soy Dios, porque si lo fuera, los musulmanes no tendrían lugar en el cielo”. Desde luego que estaba bromeando, pero me pregunto cuánto de serio se escondía detrás de esa broma, y cuánto reflejaba del pensamiento evangélico latino.
¿Cómo hemos llegado a este punto y cuál debería ser la respuesta bíblica? Varias ideas que compartiré a continuación (incluso el título de este artículo) fueron tomadas del libro Waging Peace on Islam, por Christine Mallouhi, una misionera entre los musulmanes, casada con un cristiano árabe. Dios me dio a mí y a mi familia, el enorme privilegio de vivir durante ocho años entre los musulmanes del Norte de áfrica, y puedo identificarme plenamente con muchas de las cosas que la autora comenta en su libro.
Un poco de historia.
Nuestra historia empieza hace miles de años. Abram, aceptando la sugerencia de su esposa Sarai, tomó a Agar, una esclava egipcia, como concubina. De esta relación nació Ismael que, junto con su madre Agar, fueron luego expulsados de la casa paterna por Sarai. Ambos, madre e hijo, tuvieron que huir. Sin embargo, la promesa de Dios a Agar había sido: “De tal manera multiplicaré tu descendencia, que no se podrá contar” (Génesis 16:10), y a Abraham: “Y también del hijo de la esclava haré una gran nación, porque es hijo tuyo” (21:13). No obstante prometer que la descendencia de Abraham a través de Ismael se transformaría en una gran nación, el Señor dijo de él: “Será un hombre indómito como asno salvaje. Luchará contra todos, y todos lucharán contra él; y vivirá en conflicto con todos sus hermanos” (16:12). Existen pocas dudas de que la profecía no se haya cumplido, literalmente. Es sabido que los musulmanes en general, y los árabes en particular, se consideran hijos de Abraham y descendientes de Ismael. Dios oyó el clamor de una esclava egipcia (de ahí que el nombre de su hijo signifique: “Dios oye”), e hizo de Ismael verdaderamente una gran nación (más de 1.200 millones de personas se consideran hoy musulmanes). Y si contemplamos la delicada situación mundial que atravesamos en nuestros días, se nos confirma la profecía ante nuestros propios ojos de que viviría “en conflicto con todos sus hermanos”. A partir del siglo siete después de Cristo, los ejércitos de los descendientes de Ismael, inspirados por la vida y palabras de un hábil líder político y religioso llamado Mahoma, conquistaron gran parte de Europa, el Norte de áfrica, Oriente Medio -incluida Palestina, que a raíz del exilio judío a partir del año 70, fue ocupada por los pueblos de la región que más tarde se conocerían como “palestinos”-, y Asia. A partir de entonces, el mundo nunca volvería a ser el mismo. Naciones que antes habían estado bajo gobiernos “cristianos”, caerían bajo el yugo del islam, y algunos pueblos europeos vivirían bajo su dominio durante largos siglos. Como era de esperar, los ejércitos “cristianos” se opusieron a esta dominación musulmana, dando lugar a una secuencia de batallas que hicieron que el odio y la incomprensión mutua siguiese aumentando. En Tierra Santa, los musulmanes maltrataron a los cristianos ortodoxos orientales, y la iglesia del Santo Sepulcro, construida sobre el lugar donde se cree que fuera crucificado nuestro Señor, fue destruida por los seguidores de Mahoma en el año 1009. El 26 de noviembre de 1095 el papa declaró la Primera Cruzada contra los musulmanes. Convocó a los reyes y gobernantes de Europa a: “retomar Tierra Santa que estaba bajo el dominio de los turcos, que servían a los poderes de maldad”. La iglesia católica prometió a sus feligreses que cualquiera que muriera en las Cruzadas tendría garantizada la entrada al cielo. En junio de 1099 los primeros soldados cristianos llegaron a Jerusalén. En medio de un verano intenso, en el que la falta de agua ya era un problema serio, sitiaron a la ciudad durante cuarenta días. El 15 de julio el ejército, compuesto por unos diez mil soldados, invadió Jerusalén, matando casi a cuarenta mil personas, entre hombres, mujeres, niños y ancianos. La pequeña comunidad judía existente se refugió en una sinagoga, pero los cruzados la incendiaron, y todos murieron consumidos por las llamas. Los cristianos ortodoxos que vivían en la ciudad, al usar ropa oriental, fueron confundidos con musulmanes y también se los exterminó. Esta matanza horrorizó a todo el mundo islámico de la época, y como los ejércitos de ambos lados creían que obtendrían el paraíso si morían en la guerra, la lucha continuó por muchos años. En 1187 los musulmanes conquistaron otra vez Jerusalén y, según algunos historiadores, esa campaña militar que llevaron a cabo fue mucho más humana y civilizada -si es que alguna vez hubo una guerra que pueda considerarse humana y civilizada- que la de los ejércitos cristianos ochenta y ocho años antes. Después de varias cruzadas más contra los musulmanes, en 1212 cincuenta mil niños se alistaron en el ejército cristiano para luchar. Todos murieron en el camino o fueron capturados por mercaderes de esclavos, antes de llegar a la tierra prometida. En 1492, en el mismo año del descubrimiento de América, el último sultán musulmán de Europa fue expulsado del reino de Granada, al sur de España. Sin embargo, el odio mutuo se mantuvo, los prejuicios siguieron aumentando, y hasta el día de hoy, cuando anunciamos el Evangelio a los musulmanes, ellos siempre nos enrostran las barbaridades perpetradas en nombre de Dios durante las Cruzadas del Medioevo. Esta tensión continúa, y más que nunca se la puede apreciar por lo que acontece con Palestina, que tanto dolor ha generado en miles de personas.
La cuestión Palestina.
El problema palestino comenzó en 1948, cuando se creó el moderno estado de Israel. Este acontecimiento histórico fue interpretado por muchos evangélicos como el “principio del fin” y el cumplimiento de las profecías bíblicas. El pueblo judío necesitaba contar con un territorio propio luego de sufrir las atrocidades del Holocausto nazi. Pero el problema era que la tierra de Palestina estaba habitada por los árabes desde hacía más de un milenio, es decir, por comparación: ¡más del doble de lo que América lleva de descubierta por los europeos! ¿Podríamos imaginarnos que los americanos actuales fueran expulsados de sus propiedades y de su tierra para que los habitantes originales volvieran a tomar posesión de ellos? El mundo ha simpatizado comprensiblemente con lo que los judíos sufrieron, pero ignoró los derechos y el clamor del pueblo árabe palestino, que ha vivido en aquella tierra desde siglos. Como consecuencia, judíos y palestinos empezaron a luchar. Seiscientos cincuenta mil musulmanes y cincuenta mil cristianos fueron expulsados de sus casas. El nuevo gobierno de Israel destruyó más de cuatrocientos poblados palestinos. Desde entonces, millares de ellos morirían en medio de interminables ataques. Miles de árabes (tanto musulmanes como cristianos) siguen sin vivienda y sin patria. Hace poco, un cristiano palestino que vive en la ciudad de Belén, donde Jesús nació, me compartía acerca de los sufrimientos de él y su familia para poder sobrevivir diariamente. Millones de musulmanes en todo el mundo ven esta lamentable situación y se cuestionan: ¿Cómo es que los gobiernos de Occidente (que ellos consideran cristianos), que hasta hace poco eran unánimemente favorables a Israel, no hacen nada para solucionar semejante injusticia? ¿Por qué durante la Guerra del Golfo las potencias occidentales reaccionaron de inmediato para liberar a Kuwait (productor clave de petróleo), pero en cincuenta años no han querido resolver el problema entre israelíes y palestinos? Es cierto que el pueblo y las autoridades palestinas cometieron graves errores, y que parte de la responsabilidad por la situación actual recae sobre ellos, pero no podemos dudar que los recientes atentados terroristas contra los Estados Unidos están íntimamente relacionados con esta situación.
Reacciones actuales de los cristianos.
Como mencioné al inicio, la respuesta de los evangélicos a esta situación ha sido por demás variada. Por un lado, están los que ignoran totalmente la situación, y no comprenden quiénes son los musulmanes ni por qué hacen lo que hacen ni tampoco les interesa averiguarlo. Por el otro, encontramos entre los evangélicos al menos tres posiciones entre aquellos que quieren hacer una diferencia en el mundo islámico: (1) los que sintiendo el llamado del Señor van o participan en el envío de misioneros a ellos; (2) los que buscando mejorar las relaciones con los musulmanes, siguen el camino de los cruzados en Marchas de Reconciliación, pidiendo perdón a las poblaciones visitadas por las maldades cometidas por los cristianos de la Edad Media; y (3) los que visitan los mismos territorios en caminatas de oración y se involucran en la guerra espiritual para reclamarlos para Cristo. Teniendo presente las desastrosas consecuencias de las Cruzadas, así como de los recientes problemas políticos entre países musulmanes y países occidentales, este último grupo es el que más preocupa. ¿Acaso esas tierras han dejado de tener la presencia de Dios en algún momento? ¿Es, realmente, la teología de guerra espiritual la respuesta? Más importante aún: ¿son los musulmanes, acaso, los enemigo? Hay cristianos que pintan al islamismo como el gran anticristo, el enemigo a conquistar. Su lenguaje está cargado de imágenes militares. La retórica de ciertos propulsores de la movilización de misioneros nos recuerda al tiempo de las Cruzadas: invitan a involucrarse en el “encuentro de poderes” para derrumbar las fortalezas del islam y reconquistar para Cristo el territorio que está en manos del enemigo. Y nada de esto pasa desapercibido ante los ojos de los musulmanes, que saben reconocer con facilidad una mentalidad de reconquista y Cruzada moderna. Estos hermanos consideran que la guerra espiritual es un ingrediente estratégico e imprescindible para que se establezca un testimonio victorioso. Por tal razón hay evangélicos que dan sus vacaciones para participar en caminatas de oración en países musulmanes y conquistar los poderes territoriales que mantienen cautivos a los oprimidos. Son comunes las oraciones pidiendo que las fortalezas del islamismo sean derribadas. Se trata de una mentalidad y de un uso del lenguaje propios de la Edad Media, estimulados por el miedo y los estereotipos, cuando ninguno de los dos bandos se sentía seguro hasta que no viera al enemigo conquistado y dominado totalmente. Bajo tal premisa, la oración se convierte en un arma estratégica, el islamismo es presentado como el villano de la película, y la conversión es la estrategia de conquistarlo. Las consecuencias de esta escuela son muy similares a las que provocó la iglesia medieval. Esta forma de abordar el tema nos confunde. Confunde nuestra comprensión sobre quién es realmente el enemigo, y hace que pensemos que éste sea el musulmán: hombre o mujer que en muchos casos está buscando la verdad y necesita conocer el amor de Cristo. Empezamos a temer a los musulmanes como si fuesen terroristas y nos olvidamos de que la mayoría de ellos son personas comunes y corrientes, como cualquiera de nosotros, con iguales necesidades materiales y espirituales. Esto nos conduce a que no luchemos contra el verdadero enemigo. No es mi propósito criticar a los que están comprometidos con batallar en intercesión contra el reino de las tinieblas, para traer luz y sanidad a nuestro atribulado mundo (por el contrario, ¡estamos más que necesitados de un ejército de intercesores en el cuerpo de Cristo!). Lo que tenemos que tener en mente es que el verdadero enemigo de nuestras almas es Satanás y no una religión o una ideología. Si analizamos la guerra espiritual desde una perspectiva histórica tendremos que aceptar que el presente orden mundial, en su totalidad, está bajo el príncipe de este mundo y Satanás es quien instiga todo lo que se opone a los propósitos de Dios. ¿Por qué el islamismo tendría que ser visto más bajo el control de Satanás que cualquier otra creencia o ideología, incluidos nuestros propios pecados de prejuicio y arrogancia? ¿Por qué tendríamos que considerar a los países musulmanes como sede de los más temibles espíritus territoriales? ¿No actúan ellos también en Asia, Europa, Estados Unidos y Latinoamérica? ¿Harán los mismos evangélicos marchas de oración en países occidentales y postcristianos? ¿No deberíamos orar tanto por Los ángeles como por Libia? ¿Hasta qué punto nuestra praxis misionológica está siendo influenciada por los medios de comunicación y no por una reflexión bíblica, seria y profunda? Desgraciadamente, no logramos separar el islamismo del musulmán. Como el islamismo es una religión, algo impersonal, ¡declaramos la guerra al musulmán! ¡Los musulmanes no son enemigos de Dios porque sean musulmanes! El Nuevo Testamento enseña que toda persona es amada por Dios, por la que Cristo murió en la cruz. Queremos ver iglesias establecidas por todo el mundo islámico. La motivación para el evangelismo debe ser el ejemplo y el amor que Cristo demostró por todos nosotros y no el querer convertir (o conquistar) a otros para nuestra religión. Como dijo Christine Malouhi: “Necesitamos saber equilibrar amor y verdad. La verdad sin el amor lleva al fundamentalismo, y el amor sin la verdad lleva al liberalismo”.
Reacciones actuales de los cristianos.
Al hacer esta consideración no estamos cerrando los ojos a la cruda realidad de la persecución de los cristianos en países musulmanes. Yo viví bajo esa realidad. Tampoco estamos negando ni subestimando lo que con frecuencia se muestra en los medios de comunicación cuando grupos extremistas atacan intereses occidentales y matan a inocentes. Es cierto que la mayoría de los gobiernos musulmanes son hostiles al cristianismo, y que hay grupos islamitas que utilizan pasajes del Corán como justificación para declarar la jihad (guerra santa) y llevar el terror a diferentes partes el mundo. Así mismo, hemos observado que todo esto no procede desde un vacío histórico y Occidente carga con gran parte de la responsabilidad por lo que está ocurriendo, y por ello la respuesta del pueblo evangélico no debería ser de ninguna manera la declaración de la guerra -¡ni siquiera la de la guerra espiritual!-, a los musulmanes. Mientras escribo estas líneas, como consecuencia de los atentados terroristas en Nueva York, las grandes potencias mundiales están preparando un ataque militar contra Afganistán, una nación musulmana que ya fue destruida por años de guerra civil y que vive al borde de la pobreza absoluta. Es importante que entendamos que los musulmanes verán esta guerra, que inicialmente se bautizó con el nombre de “Justicia Infinita” -como si alguna nación, y no sólo Dios, pudiese ejercer justicia infinita-, como un ataque de los cristianos a los musulmanes. La mayoría lo interpretará como una nueva Cruzada, otra guerra santa. Por eso, creo que es el momento adecuado para que nosotros, los evangélicos de todo el mundo, podamos transmitir al pueblo musulmán, ahora más que nunca, el amor que Cristo mostró por los pecadores. Es el momento para que enviemos más misioneros latinos para cooperar en la tarea de establecer la iglesia de Cristo, teniendo en mente que los anglosajones tendrán cada vez más dificultades para entrar en esos países. Olvidémosnos de la teología de batalla espiritual contra los musulmanes pero no de la batalla que no es “contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas” (Efesios 6:12). Este es el momento para declarar la paz de Cristo al pueblo musulmán, viviendo entre ellos con un testimonio integral, proclamando las buenas nuevas y ayudando a los menos favorecidos con nuestros dones, profesiones y recursos financieros. Mi oración es que el Señor nos dé como pueblo evangélico latino (y mundial), la sabiduría necesaria para discernir el momento histórico en que vivimos y, teniendo memoria de los errores pasados, ¡seamos capaces de declarar la paz al islam!
“Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4.7). “Porque Cristo es nuestra paz: de los dos pueblos ha hecho uno solo […]. Él vino y proclamó paz a ustedes que estaban lejos y paz a los que estaban cerca. […] Por lo tanto, ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Efesios 2:14, 17, 19).
Escrito por Marcos Amado
Marcos Amado anteriormente el Presidente de PM Internacional
2 de octubre de 2001
Fuente: http://www.pminternacional.org