Pobre Felipe. Jamás lo olvidaré. Allá por el año 1952, en una clase de español en High School en Phoenix, Arizona, otro estudiante más avanzado, por pura malicia le retó a pronunciar cierta frase, dirigiéndose al profesor. Felipe, sin reflexionar sobre el peligro que corría, procedió como un loro, a articular los sonidos y sílabas que él no muy entendía. Las consecuencias fueron de esperarse: los demás compañeros de clase, muertos de risa; el profesor, enojado; y el desafortunado Felipe, perplejo y frustrado ante el ruidoso escándalo que él había desatado, voceando, “What did I say?” (“¿Qué dije?”)
La comunicación, el entendimiento y el Evangelio
Dios reconoce y respeta las lenguas y culturas humanas, no importando el grado de “desarrollo” que presenten. Él se manifiesta y actúa dentro de ellas, permitiendo así que todo ser humano experimente la verdad de “Emanuel”, (Dios con nosotros), tanto a nivel personal como comunal. Dios entra y compenetra en lo más íntimo de nuestro ser, efectuando cambios profundos en nuestras actitudes, modo de pensar y comportamiento. Además, actúa dentro de la comunidad: señalando las áreas de conducta que deben conformarse a su carácter y voluntad.
Cuando el Espíritu Santo movió a los autores de la Biblia (2a Pedro 1:21) a plasmar el mensaje de Dios en forma escrita, el lenguaje que éstos utilizaron fue un lenguaje común y entendible y no una jerga o una lengua religiosa especializada o de las élites ilustradas. Con él, ellos comunicaron un mensaje con significado y contenido que llegó con claridad a la mente y al corazón. Su mensaje, pues, no fue uno caracterizado sólo por un conjunto de signos audibles agrupados en sílabas, frases o palabras. Tampoco fue un mensaje que solamente debía ser escuchado (o bien solamente memorizado), pero no entendido, como si los meros sonidos fueran los que tuvieran el valor espiritual.
De igual manera, si se espera que la adoración a Dios sea auténtica, naciendo de lo íntimo del ser, manifestando profundos sentimientos de amor y devoción, dolor o angustia, entonces el seguidor de Cristo no debe sentirse obligado a hacerlo en una lengua que no es la suya. Por cuanto que Dios es Dios de la lengua, no es necesario que tengan que pronunciarse obligatoriamente palabras en español, inglés, o hebreo, para comunicarse con Él. Al fin y al cabo, el entendimiento es el meollo de la comunicación, actividad en que participan plenamente tanto el que oye como el que habla.
¿Qué valor tendría para un loro pronunciar las palabras, “Jesús es el Señor”? De igual manera, si el hablante no entiende lo que está diciendo, su hablar es como el de mi pobre amigo, sin entendimiento.
Jesucristo, el ejemplo por excelencia
Cuando el Señor Jesús se dirigía a la gente que le buscaba, como todo buen maestro, se cuidó de situarse dentro del contexto en que vivían ellos, partiendo de las experiencias y creencias que les caracterizaban, y les eran conocidas. Ellos no tuvieron que aprender la lengua de él (por perfecta y celestial que fuera), ni repudiar su trasfondo cultural (por imperfecto y torcido por el pecado que fuera) como precondición para que les enseñase acerca del reino de Dios.
Antes bien, en su encarnación, nuestro Señor se identificó plena y abiertamente con hombres y mujeres que pertenecían a una sociedad humana específica, adoptando y participando en sus múltiples manifestaciones culturales de orden material y lingüístico.
Es decir, Él fue hasta ellos, se identificó con ellos, se hizo uno de ellos, y habló la lengua de ellos, para que su ministerio tuviese relevancia para ellos, tal y como se encontraban. Fue el mensajero el que se adaptó al pueblo, con todas sus idiosincrasias lingüísticas, sociales, y culturales, y no el pueblo al mensajero.
Los apóstoles, reflejos fieles del patrón
El evento que mejor ejemplifica la preocupación que tiene Dios para que el maravilloso mensaje del evangelio sea entendido, es el milagro del día de Pentecostés, en el segundo capítulo de Hechos. Se supone que los judíos que habían ido a Jerusalén para celebrar la fiesta de las primicias tenían una lengua en común, probablemente el griego koiné, que utilizaba entre sí y les servía adecuadamente para las exigencias fundamentales de comunicación.
Pero cuando Dios interviene directamente en la transmisión del mensaje, no usa lo meramente “adecuado”, sino escoge el instrumento que va directamente a la mente y al corazón de los oyentes: su lengua materna (versículo 8). En aquel momento, las maravillas de Dios fueron transmitidas sin obstáculo alguno que pudiese interrumpir la comunicación.
Es más, el uso de las lenguas maternas de los allá reunidos transmite el importantísimo mensaje paralelo, que una persona no necesita pasar de un contexto lingüístico-cultural a otro para que Dios le hable o le escuche. Más bien en el día de Pentecostés, Dios es quien ha tomado la iniciativa para comunicarse directamente con el cretense, el elamita, el de Parta y otros, y con ello convalida sus lenguas y culturas como canales dignos de portar y expresar el mensaje imperecedero de la salvación.
El apóstol Pablo camina sobre el mismo carril (1 Cor. 9:19-23). La proclamación del evangelio a los judíos, a los gentiles, o a los intelectuales de Atenas, la hizo de maneras distintas para que llegase a cada grupo con la mayor relevancia posible. La “envoltura” o “ropaje” que puso al Evangelio, variaba de acuerdo a los contextos culturales en que se encontraba.
Pero el poner en práctica el inclusivismo del evangelio no siempre fue tarea fácil para los primeros cristianos. El mismo Pedro tuvo que ser amonestado por Pablo cuando en una ocasión aquél se apartó de unos gentiles (Gálatas 2:11-14), violando así el mismo principio de aceptación que él había recibido directamente de Dios en Jope (Hechos 10).
Cultura, lengua, comunicación, y el movimiento misionero entre el pueblo hispanohablante
El evangelio es inmutable y su mensaje es de suma importancia para todo pueblo, toda cultura y en todo tiempo. Sin embargo, la “envoltura” que nosotros le ponemos hoy en día, puede y debe variar según las respectivas exigencias lingüístico-culturales.
Como con los nuevos cristianos gentiles del primer siglo que no se les obligó a hacerse judíos para ser recibidos en la iglesia, nosotros tampoco tenemos el derecho de obligar a nadie (intencionalmente o no) a que abandone su marco lingüístico-cultural para ser miembro de la gran familia de Dios. Esto no quiere decir que no se espera que el Evangelio produzca cambios en las expresiones culturales de un grupo dado.
El obligar a cualquier grupo lingüístico (no importa el número de sus hablantes) a aprender un segundo idioma (español, inglés, tagálog, o el que sea) para oír las buenas nuevas o para crecer en la fe mediante la lectura de la Palabra de Dios y la enseñanza bíblica, viola la pauta establecida por los apóstoles y por Cristo mismo.
Si el uso de la lengua materna, y la adaptación del mensajero al marco cultural de los grupos receptores caracterizaron los ministerios del Hijo de Dios y de los apóstoles, ¿cómo podría la iglesia hispanoamericana exigir menos de los misioneros que está reclutando, formando y enviando a trabajar en otras culturas?
El que escribe estas líneas se atreve a proponer a todas las iglesias y agencias misioneras, que establezcan una norma que rece más o menos de esta manera: En fiel apego al ejemplo establecido por el Señor Jesucristo y los apóstoles, todo misionero o pastor que se dedica a una labor transcultural, tiene la obligación de utilizar la lengua vernácula de aquellos a quienes es enviado, invirtiendo al principio el tiempo necesario para aprenderla a un grado tal, que la utilice en todo contexto y situación, sin tener que recurrir a otra lengua que allí exista.
Esto quiere decir que las iglesias y agencias misioneras deberían exigir a sus miembros a dedicarse primero al aprendizaje de la lengua y cultura de los grupos a los cuales son enviados, antes de lanzarse a la obra estrechamente “misionera”. El esperar que el nuevo misionero transcultural comience inmediatamente a plantar iglesias, organizar campañas evangelísticas, o discipular a nuevos creyentes, todo esto en un idioma que no es el de la gente, es equivocarse sobremanera, y traiciona el espíritu y patrón que nos dejó Jesús mismo. Tengamos la misma consideración y respeto para con todo grupo, de la manera que Dios lo tuvo para con los galileos, los cretenses, y los elamitas, etc.
Se reconoce que el aprender una segunda lengua y adaptarse a una cultura diferente puede ser una tarea difícil, larga, ardua y hasta desalentadora o desesperante. Sin embargo, el siervo de Dios que quiere seguir las pisadas de su Señor, de los apóstoles, y de miles de otros misioneros, tanto del pasado como del presente, no puede sino dedicarse férreamente a aprender y utilizar la lengua de la gente a quien es enviado.
No caigamos en el mismo error de Pedro, de confundir aquellas expresiones de fe y adoración que nacen dentro de nuestras culturas, con un supuesto patrón bíblico, por cuanto el resultado de esto será la imposición de manifestaciones culturales, en vez de la transformación individual y cultural que el Evangelio debe ocasionar.
No seamos nosotros culpables de convertir las Buenas Nuevas en un sistema de vanas repeticiones, que lo único que lograría en sus seguidores será convertirles en una bandada de loros que repite frases vacías que no han penetrado sus corazones. En su lugar, dediquémonos al desarrollo de discípulos en quienes el mensaje ha penetrado hasta lo más profundo del corazón … ¡y todo porque se utilizó la lengua del corazón!
Escrito por Dr. David Oltrogge Traductores Bíblicos Wycliffe
Federación Misionera Evangélica Costarricense (FEDEMEC)
Traductores Bíblicos Wycliffe
Internet: www.wycliffe.org/hisp