La presente comunicación tiene por objeto describir, desde el punto de vista antropológico, algunos aspectos del contacto cultural entre el misionero y el indígena.
Me referiré principalmente a aquellos factores que considero que son negativos y destructivos en estas situaciones de contacto, es decir, mi comunicación constituye una crítica a un sistema y a un complejo de actividades prevalentes. Al hablar como antropólogo, es posible que no nos entendamos en algunos puntos; pero al hablar en defensa del indio, estoy seguro de que ustedes concordaran conmigo pues voy a hablar del hombre, de este ser que es el centro de nuestras preocupaciones y que es la base y razón de nuestro común esfuerzo.
I – Las últimas décadas han visto la rápida difusión y expansión del saber tecnológico de nuestra civilización occidental.
El empuje, cada vez más acelerado de esta expansión ha sido tan fuerte que actualmente son muy escasas las regiones de América Latina donde aún no haya llegado, en una forma u otra, la influencia de lo que llamamos el “mundo moderno”. Ningún grupo indígena ha podido aislarse de estas influencias. En las selvas amazónicas, en las llanuras del Orinoco, en los valles andinos, en todas partes donde moraban indios, las últimas décadas han producido profundas modificaciones.
Consideraciones políticas, económicas y sociales han estimulado este proceso, buscando nuevas fuentes de materias primas, nuevas tierras para la creciente población de los países, nuevos mercados, nuevos recursos humanos. Pero no sólo estas metas utilitarias han llevado a esta expansión tan rápida y completa; también ha sido el esfuerzo organizado de muchos gobiernos e instituciones, para llevar los beneficios de nuestra civilización a todos los pueblos que aún vivían al margen del progreso. Al lado del misionero quien, desde hace siglos ya había estado a la vanguardia del contacto con los indígenas, aparecieron el colonizador, el médico, el ingeniero agrónomo, el viviendista, el trabajador social y tantos otros más, que ahora unieron sus esfuerzos para llevar un mensaje de salud y de bienestar a aquellos grupos humanos que habían permanecido fuera de la órbita de las ideas y adelantos materiales del Occidente. Ni tampoco este proceso ha sido unilateral; los mismo pueblos aislados, llamados “primitivos”, han comenzado a mirar más allá de sus valles y selvas, más allá de sus ríos y desiertos, y han tratado de establecer contactos con el siglo veinte.
Al hacer el balance de los resultados de estos contactos, se nos presenta un cuadro inquietante. El mensaje de salud y de bienestar que nuestra civilización pretendía y hace alarde de llevar al indígena, en la práctica no ha sido operante. Bajo la influencia del administrador, del colonizador y aun del misionero, el indígena ha perdido los firmes valores de su cultura autóctona sin que estos hayan sido reemplazados por los verdaderos valores de nuestra civilización. De este modo hemos privado al indígena de su dignidad humana, lo hemos proletarizado, degradado, condenándolo no sólo a ocupar la escala más baja de nuestro sistema social sino lo que es peor dejándolo en muchos casos en un vacío espiritual y en un caos material.
Las convivencias que me permiten afirmar estos hechos, no son producto de especulaciones de gabinete. Me estoy basando en la experiencia de más de 25 años de estudios, que me han llevado, en Colombia, desde la Guajira hasta el Vaupes, desde el Choco hasta la Sierra Nevada de Santa Marta; desde los Llanos Orientales, hasta el Darién. También conozco algunos países vecinos donde el elemento indígena es numeroso: México, Guatemala, Ecuador, Perú, de manera que mi visión del problema es bastante amplia. En todos estos territorios operan misiones católicas, entre las más diversas tribus y comunidades indígenas. En algunas de estas regiones, los contactos con los misioneros se remontan a la época de la conquista española, mientras que en otras, se iniciaron sólo en fechas recientes. Pero en todas estas he visto una gran tragedia humana. Es esta tragedia la que quiero describir aquí.
II – Permítanme primero anticipar algunas generalizaciones sobre la diversidad cultural.
En todas partes y en todos los tiempos, la humanidad ha tenido que adaptarse, cada grupo con su equipo intelectual y tecnológico, a las diversas condiciones físicas y ambientales. Cada grupo ha tenido que resolver de su propia manera las necesidades básicas que comparte la gran familia humana: comida, abrigo, reposo; el establecimiento de la familia, la educación infantil, la responsabilidad social, la defensa de la salud. Asimismo, cada grupo ha tenido que enfrentar los problemas trascendentales que se plantean al hombre: la divinidad y lo sagrado; la muerte y el más allá; los principios del bien y del mal y los conceptos de castigo y recompensa. No hay grupo humano donde falte este pensamiento teleológico.
A este maravilloso esfuerzo humano, de encontrar soluciones válidas y satisfactorias, basadas en milenios de experiencias espirituales y materiales, lo hemos devaluado al introducir el término de “primitivo”. Al designar a ciertas sociedades con el calificativo de “primitivas”, deshonramos al indio americano pues al usar este término tomamos como único criterio el bajo nivel tecnológico y el poco rendimiento económico de estas sociedades. El antropólogo sabe que este criterio es falso porque conoce que aun en las sociedades tecnológicamente más atrasadas, la vida espiritual del indígena, sus ideaciones abstractas y sus códigos morales, pueden alcanzar niveles muy altos de elaboración y complejidad.
Las culturas indígenas son tan antiguas como la nuestra. Sus esfuerzos para lograr estos niveles, son tan antiguos y tan válidos como los nuestros. La tribu amazónica más pequeña, la comunidad indígena más aislada en un valle andino, fundamentan sus culturas en miles y miles de años de experiencia humana para lograr una armonía, un equilibrio, un bienestar. Este hecho nos obliga a una actitud de profundo respeto frente a estas culturas -a cualquier cultura-, así sea ésta mal designada como “primitiva”.
¿Qué ocurre entonces al establecerse un contacto entre estas pequeñas culturas tribales o las pequeñas comunidades y los agentes de nuestra civilización? ¿Qué sucede cuando el misionero penetra en su territorio tribal o a su valle andino e inicia su obra evangelizadora?
En primer lugar, el Evangelio no es un factor aislado sino forma parte de un contexto cultural, el de nuestra civilización occidental cristiana. El misionero no sólo lleva la palabra de Cristo sino transmite una cultura; se convierte en un agente de nuestra cultura, en un agente de cambio, no sólo en un terreno religioso. ¿Cuál es entonces su actitud frente a la otra cultura, frente a lo que aquellos indios han creado a través de sus experiencias milenarias?
Obviamente, el misionero quiere introducir un cambio en la vida del aborigen, quiere modificarla, y esa modificación intencional abarca todo un complejo cultural que incluye la vivienda, la economía, la estructura de la familia, la salud, el comercio, el vestido, las herramientas, etc., etc. Se trata, pues, de lo que llamamos técnicamente un “cambio cultural dirigido”. Seria de esperar entonces que el misionero, antes de tratar de modificar una situación dada, estudiara en detalle esta situación cultural; que tratara de conocerla en lo referente a sus motivaciones, sus procesos y sus metas; que aprendiera el idioma de los indígenas para poder compenetrarse con sus particulares modelos de pensamiento, pues en cualquier otra ocasión, cuando se trata de modificar algo, se estudia lo que se va a modificar.
Pero el misionero, frente a la situación de contacto cultural, no siempre actúa así. Aunque tenga cierto interés en conocer la cultura indígena, no tiene la formación adecuada que le permitiría sistematizar sus observaciones sobre la vida del indígena. Así pues, en ocasiones, puede llegar a tomar al indio como si fuera un ser sin raciocinio y menosprecia entonces su cultura, como si fuera esta una mezcla fortuita de crudas supersticiones, creencias infantiles y actitudes erróneas e ilógicas. Rechaza esta obra de arte, este fenómeno tan único del espíritu humano que es una cultura y comienza a imponerse, a cambiar y a modificar.
La falla no está en el misionero, sino en nuestra misma cultura; está en el etnocentrismo ciego de nuestra civilización que niega los valores del otro, que niega todo lo que es diferente. Así, los contactos que establece nuestra cultura con las culturas, están fundados en una posición a prioridad:
“¡Los indios deben aprender todo de nosotros! Nosotros no tenemos que aprender de ellos!” La base del contacto natural es pues una negación, y ¡nada menos que una negación del otro!
Partiendo de esta posición ideológica negativa, el proceso del contacto se desarrolla entonces en una cadena inexorable. Tomaré algunos ejemplos de las tribus selváticas que son tal vez, las que mejor conozco.
Debido al pudor de nuestra cultura se obliga al indio a vestirse. El misionero consigue camisas y pantalones, faldas y blusas y viste a los indios. Su desconocimiento de la cultura indígena lo hace pensar que así elimina un peligroso factor erótico, pues él no sabe que los indios americanos son generalmente muy pudorosos –casi puritanos- y que la desnudez del cuerpo no conlleva para ellos las connotaciones eróticas que nosotros hemos elaborado.
Al mismo tiempo, ignorando los mecanismos culturales, el misionero introduce con el vestido una serie de otros cambios. Hay que saber que un vestido, consiste de un par de pantalones y una camisa, no puede funcionar como un elemento aislado, sino que forma parte de un complejo cultural. Este complejo consiste en muchos elementos interrelacionados a saber: la posesión individual de varios vestidos que permitan cambiarlos, nociones de higiene acerca de la limpieza del vestido; medios económicos para adquirir jabón, hilo, agujas y botones así como la habilidad de remendar y conservar los vestidos. Este complejo trasciende entonces a la esfera de la salud y de la economía.
Para el indio que no domine los detalles de este complejo, el vestido sucio pronto se vuelve un foco de infecciones, un verdadero cultivo de microbios que pone en peligro su salud y la de los demás. Para aquel indio, en cambio, que con su trabajo puede adquirir otros vestidos, su compra y reembolso periódico pronto se convierte en una carga económica muy grande. Se endeuda continuamente en los almacenes y compra vestidos sólo para aparentar su nuevo status de “civilizado”. Muchas veces no sabe escoger sus vestidos y aparece entonces en un disfraz abominable y ridículo. ¡Qué triste es ver estos indios! Vestidos de harapos sucios, mal cortados, de colores repugnantes; ellos se presentan como limosneros, estos proletarios de la selva que son el producto de un falso pudor. Está bien que el indio llegue a vestirse, pero sólo cuando su nivel de aculturación le permita mantener este vestido limpio, decoroso y accesible sin incurrir en grandes gastos.
Otra modificación negativa que introduce el misionero se refiere a la vivienda. En muchas tribus selváticas los indios ocupan grandes casas comunales donde convive toda una parentela constituida por numerosas familias. El misionero, desconociendo los mecanismos de la estructura social de estas tribus, obliga entonces a los indios a abandonar estas casas comunales y a establecerse en casas individuales para cada familia. Son dos las razones para actuar así: en primer lugar cree que las casas comunales son focos de promiscuidad, en segundo lugar quiere que los indios formen aldeas para facilitar así su evangelización y civilización. Ambas premisas son erróneas y llevan a la destrucción de valores importantes. La vida comunal, lejos de llevar a la promiscuidad, es una característica del indio americano, que se basa en su concepto de responsabilidad social, de colectividad fundada sobre la reciprocidad de los servicios prestados al prójimo. Cada casa colectiva es una unidad armónica de trabajo, de colaboración, de ayuda mutua; es un sistema que da cohesión y seguridad; que educa al indio a vivir en función del otro, es decir de asumir responsabilidades con la sociedad. Al destruir esta unidad, se pierde esta cohesión.
Se atomizan los grupos familiares en pequeñas divisiones que ni son autosuficientes, ni pueden colaborar como antes, con sus parientes. Ahora viven en ranchos miserables, sucios. Se destruyó el espacio sagrado del recinto familiar; se destruyo el sistema de relaciones de ayuda mutua, de servicios, de confianza y de respeto. De este modo el indio se reduce a un estado de pobreza donde entonces ya puede germinar todo lo mezquino y egoísta de nuestra civilización, de nuestra “cultura de la pobreza”. Y después de haber destruido este sistema de responsabilidad colectiva, no es una ironía cuando el misionero y cualquier otra autoridad pide ahora a los indios que hagan acción comunal ¡como si nosotros hubiéramos inventado esta idea!
Al obligar al indio a fundar un pueblo, el misionero sigue el antiguo precepto de reunir sus fieles “bajo son de campana” y, sin darse cuenta, destruye así el delicado mecanismo de adaptación ecológica que antes había existido entre los habitantes de una casa comunal y su medio ambiente circundante. La caza, la pesca y la recolección que antes habían constituido no solo una fuente de proteínas, sino también un importante factor de cohesión social y de colaboración, ya no se pueden practicar. En cambio, la vida en el pueblo conlleva automáticamente el contacto con el sistema monetario incomprensible para el indio y bajo el cual queda explotado en un sistema de servidumbre y sumisión; conlleva la adquisición de enfermedades contagiosas; conlleva a aceptar el alcohol y la prostitución. ¡Este es el modelo y el precio que impone la civilización al indio, para aceptarlo como uno de sus miembros!
La pauta occidental, impuesta por los misioneros en las zonas selváticas, implica la vida en pequeñas unidades, obligando a cada familia a producir en aislamiento lo necesario para el consumo, ocupando ella su pequeño espacio, sola, sin referencia a otra. Pero la estructura social del indígena era diferente: era el mundo de la colectividad discreta, silenciosa y honrada; era el mundo de lo compatible, de la alianza, de la paz. Ahora, en el pueblo, el indio se introduce al mundo de la oposición, de la desconfianza, del aislamiento, del robo, del ruido, del odio, que es el nuestro.
III – Estos dos procesos, el de la modificación del vestido y la de la vivienda, están acompañados, desde luego, de un sin número de otras modificaciones.
Ignorando tal vez la importante función social de las reuniones en que se toma chicha, el misionero las prohíbe, con el resultado de que el indio se va a emborrachar en la tienda, donde ingiere un alcohol mucho más potente, mucho mas destructor y con consecuencias abiertamente disociadoras. Ignorando el respeto que rige entre los sexos en el matrimonio indígena y desconociendo las leyes exogámicas, el misionero afecta la moral de la familia, y cuando el indígena se convence así de que sus antiguas reglas matrimoniales ya no tienen validez, se da frecuentemente a costumbres libertinas que antes no conocía.
Aparentemente estoy hablando aquí de meras formas exteriores: de la casa, del vestido, de una fiesta tradicional, de pautas de trabajo y de pautas de relaciones sociales. ¿Pero sabe el misionero qué significan estas formas? Al introducir cambios en estos aspectos de la vida, cambios que el misionero cree que deben ser benéficos porque corresponden a lo acostumbrado y deseable en nuestra civilización, está destruyendo mucho más que una forma. Con ella destruye todo un sistema simbólico, toda una red de referencias que dan sentido a la vida, que hacen manejable el mundo del indígena. Una casa es mucho más que un mero techo y paredes y un fogón. Una casa indígena es un modelo cósmico, penetrado de un profundo simbolismo y al cambiar esta casa por nuestro tipo de vivienda, se derrumba dicho modelo. Al cambiar, como consecuencia de la vida en el pueblo, la calidad de las relaciones sociales de cara a cara, se afecta el balance simbólico de la sociedad y se coloca a la familia y al individuo en un vacío. Tratando de hacer el bien, el misionero destruye aquellos complejos sistemas simbólicos, elaborados a través de una larga tradición, y que daban sentido a la existencia y al mundo. Desequilibra un balance vital; desbarata una secuencia de categorías; elimina las ideaciones fundamentales de lo que era para el indígena el ser y el devenir.
Esta actitud se expresa muy claramente cuando el misionero se refiere a los indios diciendo: “¡…los pobrecitos!”. Frecuentemente uno oye estas palabras que misioneros y monjas repiten y repiten, por cierto demasiadas veces en presencia de los mismos indios. “¡Los pobrecitos!”. ¡Qué etnocentrismo tan ciego expresan estas palabras! ¡Qué humillación son para el indio! porque no es verdad; no son pobres. Son riquísimos en espíritu, en moral, en su alegría de vivir. Ellos viven una vida llena; son hombres como nosotros. Sólo se empobrecen cuando tratan de formar parte de nuestra civilización. Cuando se han destruido sus valores, su moral, su sana alegría, entonces se dice, dan lástima y desprecio: “¡Los pobrecitos!”
Al mismo tiempo, el misionero y los que trabajan con él, devalúan muchas veces lo que hace y posee el indígena, con la frase “¡…eso no sirve!” Se le manifiesta que su casa no sirve, su comida no sirve, sus artefactos no sirven; todo su modo de vida “no sirve”. Se le repite esta idea con una insistencia hipnótica, hasta que el mismo indio pierde toda confianza en sí mismo y en sus valores, y comienza a repetir estas palabras al referirse a su propia cultura. Todo lo de él “no sirve”. Así queda avergonzado de sí mismo y listo para seguir el camino que él espera lo llevará a ser “respetado” dentro de la civilización.
¿Pero de cuál “civilización” estamos hablando? Los llamados “civilizados” que viven en los territorios indígenas, cerca de las misiones, no son siempre los mejores representantes ni modelos edificantes de nuestra cultura. Todos conocemos la codicia del pequeño comerciante, del colono, del cauchero, del dueño de tienda, quienes todos se aprovechan del indio, tratando de endeudarlo, de obtener sus servicios por el precio más bajo, de quitarle sus tierras, sus mujeres. Pero ellos son la civilización y al mismo tiempo representan el poder y la justicia. Esta constelación de misioneros, “civilizados” e indios recuerda a veces más bien la encomienda del siglo XVI; son verdaderos sistemas coloniales en las cuales se cometen las injusticias más grandes contra el indio. Yo sé que en muchas ocasiones el misionero entra entonces en defensa del indio, pero esta defensa no puede ser eficaz porque el misionero no conoce bien la cultura indígena e ignora el fino balance que ésta establece referente a lo que es “injusto” o admisible o inaceptable para el indio.
Esta actitud de considerar al indígena como inferior y “pobre”, con menos capacidad de pensamiento abstracto o inteligente que un blanco, se expresa entonces en la enseñanza formal que se da en muchas escuelas de los misioneros.
En términos generales, el nivel es inadecuado en lo que se refiere a la realidad de un mejor futuro para el niño indígena. Se le enseñan cosas poco útiles, basadas en memorización y fuera de todo contexto de la realidad local. Pero no se les enseñan nociones de biología, de higiene ambiental, de medicina preventiva, de agricultura moderna, y muy poco aun de sus deberes y derechos como ciudadano. No desconozco la real barrera lingüística para la enseñanza pero creo que ya se podría tener un método para enseñar a los niños indígenas la lengua nacional de su país.
La educación que se les da, crea una dependencia del civilizado. Así se produce un proletariado: sirvientes, cocineras, peones, malos carpinteros y mecánicos por mucho; gente frustrada y desadaptada, individuos marginales y desculturados pues ya no pertenecen ni a su cultura tradicional ni a la cultura nacional de su país. A esto se agrega que se les ha imbuido un marcado complejo de inferioridad. Tienen vergüenza de sí mismos, de sus padres, de sus amigos; les avergüenza su idioma, su música, su misma tierra natal y todo lo que les pueda ligar a lo que son.
A veces el afán de una educación moderna lleva a extremos grotescos. ¡Nunca olvidaré aquella jóven monja que en medio de la selva amazónica, enseñaba a un grupo de niñas indígenas, bailes españoles con castañuelas!
En este afán de educación, una idea actual es la de educar líderes indígenas. Pero seamos sinceros; ¿quién quiere o ha imaginado que un indio deba decidir y regir los destinos de su gente? Partiendo de la posición apriorística y absorbente de nuestra civilización, ¿no serían ellos meramente una quinta columna, un instrumento dócil y útil para acelerar el proceso de destrucción de su cultura? Dejo abierto este interrogante.
IV – Pero volvamos al tema de la poca comprensión de lo indígena.
El no haber logrado conocer bien el mundo indígena, sus pautas culturales y sus valores, ha atrasado inmensamente y obstaculizado profundamente la obra misional en América Latina. En otras partes del mundo, los misioneros católicos han escrito libros que son obras clásicas de la antropología y que atestiguan un gran conocimiento de las culturas indígenas. ¿Por qué no ha ocurrido lo mismo en América Latina? En muchas regiones de Colombia existen misiones desde hace siglos, pero nadie escribió sobre los indios una obra de verdadero valor documental. Algunos sacerdotes extranjeros han hecho un esfuerzo valiente de recopilar materiales etnológicos y lingüísticos en Colombia, y menciono aquí los nombres de los padres Marcelino de Castellví, Henri Rochereau, Pedro Fabo, José de Vinalesa, Antonio de Alcácer, para recordar a los más activos, ¿pero dónde está la obra etnológica de los misioneros colombianos que tanto tiempo y tanta ocasión han tenido para estudiar estas culturas? ¿Quién de ellos ha analizado científicamente la estructura social de una sola tribu, o su simbolismo religioso, o sus mitos, o su cultura material?
Abunda sin embargo una literatura anecdótica, novelesca, superficial. En muchos de estos escritos se da una imagen totalmente falsa del indio, como cuando un misionero escribe recientemente lo siguiente: “El indio… arrastra consigo los defectos que son comunes a casi todos los indios; los cuales, generalmente, son egoístas, recelosos, sin aspiraciones, inclinados a la holganza y a la embriaguez”. Por lo demás se describe al indígena como infantil, simplemente como si fueran niños malcriados, seres irracionales, a veces casi imbéciles. Se repite que tienen “costumbres depravadas”, que son “salvajes”, “miserables” e “infelices”. En una publicación reciente se dice que el misionero debe “… desbaratar aquellas naturalezas salvajes, destruyendo costumbres bárbaras”. Hablando de las fiestas indígenas, dice que, “… consisten en reunirse… beber la chicha o guarapo hasta embriagarse, cantar jerigonzas indígenas y luego bailar en salvaje algazara hasta caerse rendidos”. ¡Es la voz de siglos muy lejanos que aún resuena en estas páginas misionales!
V – ¿En qué -pregunto yo- consiste la riqueza de la humanidad?
¿Qué es lo más bello, lo más eterno que hemos creado en nuestro largo camino, desde que tomamos conciencia de nuestra condición humana? Los productos más preciosos son nuestros bienes culturales: el Cristianismo; los códigos del caballero, del santo y del misionero -antorchas para un mundo-. Y junto con ellos están las grandes obras de arte: las catedrales, las sinfonías, la pintura, la poesía, la filosofía, el método científico. ¿Por qué no reconocer entonces que otras culturas también hayan creado riquezas, sus obras de arte, inspiradas por otras antorchas, por otros credos, pero no por eso menos valiosos como logros del espíritu? ¿No es una sola la familia humana? Es el conjunto de estas obras lo que constituye el capital más hermoso de la humanidad, lo que constituye su verdadera riqueza. La conciencia de este gran acervo cultural, que es de todos, se expresa en nuestros días en las “Casas de la Cultura” que se fundan en muchos países y que son los templos donde salvaguardamos este capital, estas obras de arte que el hombre ha creado. Pero las obras más bellas son los objetos vivos, son pequeñas culturas, cargadas de una larga tradición, llenas de una profunda nobleza, culturas cuyo conocimiento y cuyo contacto pueden significar un gran enriquecimiento para nuestra propia civilización. ¿En nombre de quién o de qué, tratamos de exterminar estas culturas humildes pero tan valiosas? ¡Ciertamente no en nombre de nuestra religión católica! Tengamos pues el valor de reconocer que las innumerables ideas que hacen reverberar y pulsar los mitos y el arte de vivir de culturas extrañas a la nuestra, podrían ser un gran elemento enriquecedor para nosotros. Este sentido del otro, esta generosidad interior y fundamental, ¿no son ellos la base del Cristianismo?
Pero la realidad es que estamos presenciando la última etapa de la conquista de América, la conquista de las áreas selváticas y que, en buena parte, esta conquista actual utiliza los mismos medios de aquella hecatombe de hace cuatro siglos y medio, pero con una diferencia: La España del siglo XVI tuvo el valor moral e intelectual de plantear ante el mundo el problema del “justo título”, de la “justa guerra” contra los indios. En aquella época había hombres que reconocían el valor de las culturas indígenas y que ponían en duda nuestro derecho de superioridad, de destruir otras culturas. En 1590 escribe el padre José de Acosta: “Es falsa la opinión de los que tienen a los indios por hombres faltos de entendimiento… Los hombres más curiosos y sabios que han penetrado a alcanzar (sic) sus secretos, su estilo de gobierno antiguo, muy de otra suerte lo juzgan, maravillándose que hubiese tanto orden y razón entre ellos.” Y en otra parte dice el mismo autor: “Que por cierto no es de pequeño dolor contemplar, que siendo aquellos Incas gentiles e idólatras, tuviesen tan buen orden para gobernar y conservar tierras tan largas, y nosotros siendo cristianos, hayamos destruido tantos reinos.”
¿Quién diría eso hoy en día? ¿Será que necesitamos otro Bartolomé de las Casas, otro autor quien escribiera una obra bajo el titulo acusador: “Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias”? ¿Quién plantea hoy en día el problema del “justo título”? ¿Si no son ustedes, quién?
VI – En los últimos tiempos se escribe y se habla mucho de “integración”.
Se dice que el indio debe “integrarse” a la vida socio-económica de las naciones en cuyo territorio vive; que debe “integrarse” a las formas de vida de nuestra civilización dominante. ¡Para mí, “integración”, como he visto que la llevan a cabo, es la negación del otro! Integración es la expresión de la posición apriorística de nuestra cultura que niega a las demás; que niega que el indígena, el “primitivo”, el “salvaje” pueda tener valores que deben respetarse y conservarse. “Integrar”’ al indio es darle un vestido viejo, ponerle a cargar bultos, ponerle de sirviente, relegarlo al nivel más bajo de nuestra sociedad, privarlo de toda dignidad humana. Todos ustedes han visto a estos indios “integrados”; enfermos, tristes, borrachos, sumisos, trabajando en las faenas más miserables. Lo que sí se debe anhelar es la modernización del indio. Debemos darles servicios sanitarios, debemos darles semillas y herramientas; debemos ayudarles a cultivar y conservar sus tierras, a educar sus niños, a vivir más llena, más sana, participando en lo bueno y lo positivo, material y espiritual, que nuestra civilización puede ofrecerles. Pero al mismo tiempo debemos respetar su cultura, los valores positivos que ellos han creado. Es esta síntesis la que, según mi criterio personal, se debe lograr y es este quizá el reto que el misionero enfrenta hoy en su labor evangelizadora y civilizadora de la segunda mitad del siglo veinte.
No crean pues ustedes que los antropólogos somos románticos y que quisiéramos encerrar a los indígenas en una vitrina de museo o en reservaciones intocables. Somos muy realistas y sabemos que el proceso de aculturación, una vez iniciado, es irreversible. Sólo deseo que este proceso sea menos destructor, menos traumático, para los grupos indígenas. Porque estoy convencido de que los valores que han creado estas sociedades tribales no son exclusivos de estos grupos, sino que pertenecen a toda la humanidad y a todas las ramas del conocimiento que se han preocupado del género humano. Lo que quiero enfatizar es la necesidad de que se tenga respeto a estas culturas humildes que, por diferentes que sean de la nuestra, son la obra de un solo espíritu de nuestra especie. El respeto de las otras culturas se basa en el conocimiento, en el estudio, en la comprensión profunda de su modo de vida. Este asombroso mundo se abrirá al misionero cuando él estudie como antropólogo, los grupos indígenas a su cargo y estoy seguro de que se verá inmensamente enriquecido por esta experiencia.
En toda América Latina se está operando un gran cambio. Hay una profunda preocupación por encontrar valores propios, autóctonos; por formar verdaderas naciones y una gran civilización latinoamericana. En este gran esfuerzo el indígena no debe quedar mudo. Su filosofía, su paciencia, su generosidad, deben formar parte de esta nueva síntesis. El misionero y el antropólogo -mejor aún- el misionero-antropólogo, serán los voceros de este mundo ignorado y despreciado, pero tan valioso, que es el del indio americano.
Por G. Reichel-Dolmatoff
Clásicos y Contemporáneos en Antropología CIESAS-UAM-UIA
América Indígena, Vol. XXXII, No. 4, Octubre-Diciembre, 1972