El Complejo de Langosta

La Biblia narra que el pueblo de Dios se demoró en tomar posesión de la tierra prometida. Fueron cuarenta inútiles años de retraso. ¿Cuántas iglesias se están demorando hoy también en participar de la conquista de los campos misioneros no alcanzados? Cuando el carcelero de Filipos les preguntó: “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?”, tenía a quién preguntar. La respuesta de Pablo y Silas fue: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hechos 16:30-31). El carcelero creyó junto a toda su familia y fue salvo. Pero él tenía a quien preguntar. ¿Y qué de aquellos millones que no tienen a nadie a su lado (ni cerca) que les explique cómo alcanzar salvación eterna? Los israelitas, habiendo salido de la larga esclavitud egipcia estaban a punto de entrar en la tierra prometida por Dios, cuando rápidamente se dejaron atrapar por el complejo de langosta que resultó en el trágico fin de su carrera. Los espías volvieron incubando ese complejo que fácilmente contagió a todo el pueblo de Dios. Dijeron, refiriéndose a ellos mismos en relación a los pueblos por conquistar: “Éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos” (Números 13:33). Las ciudades amuralladas, el poderoso equipo bélico que disponían, y la altura extraordinaria de sus enemigos afectó de tal manera la auto-imagen del pueblo de Dios que se sintieron como insignificantes insectos. Y no sólo ellos se vieron a sí mismos de esa manera, también sostuvieron que los cananeos los veían así. De esta forma, creyéndose pocos en número y pobres en recursos para invadir exitosamente la tierra prometida, se sentenciaron ellos mismos a no salir con vida del desierto en que estaban. Y allí, durante los próximos cuarenta años, habrían de quedar sepultados sus cadáveres.

Un retraso inútil

¿Qué había sucedido? Su falta de fe en el poder de Dios y la indisposición de avanzar sobre el desconocido terreno del enemigo, impidieron que el plan divino se cumpliera a tiempo. El programa de Dios se vio inútilmente demorado toda una generación. El complejo de langosta, con su acentuada mirada centrada en ellos mismos que los hacía considerarse un pequeño pueblo, pudo más que la obediencia a la Palabra de Dios, e impidió que aquella generación llegara a la meta. Gran parte de los evangélicos en Latinoamérica hemos estado padeciendo igualmente de este complejo de langosta. Una mentalidad de pueblo pequeño y de escasos recursos nos ha influido en el pasado de tal manera que apenas si hemos hecho algún aporte significativo a la tarea de la evangelización mundial. Expresiones tales como: “Aquí queda mucho por hacer”, “Somos pocos”, “Faltan pastores y obreros”, “No tenemos suficiente dinero”, revelan algo de este oculto complejo de langosta que ha venido afectando a muchos evangélicos latinos. La mirada ha estado centrada en lo “mucho” que nos queda por hacer aquí, desconociendo por lo general, los objetivos mundiales de la obra de Dios y las necesidades mucho más apremiantes que presentan otros países del orbe.

¿De quien oirán?

Cuando el carcelero de Filipos preguntó: “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?”, tenía a quién preguntar. La respuesta de Pablo y Silas fue: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hechos 16:30-31). El carcelero creyó junto a toda su familia y fue salvo. Pero él tenía a quien preguntar. ¿Y qué de aquellos millones que no tienen a nadie a su lado—ni cerca— que les explique cómo alcanzar la salvación eterna?

¿Somos de hecho así tan pocos?

Volvamos al carcelero de Filipos. Promediando, si un latinoamericano inconverso formulara la misma pregunta que el guardia cárcel de antaño, no tendría más que inquirir hasta tal vez unos siete otros latinos para encontrar por lo menos a uno que le diese la clara respuesta de cómo llegar al cielo por medio de Cristo. Esa es la proporción aproximada en nuestra América latina: un creyente evangélico por cada siete inconversos. ¿Es esto mucho o poco? y ¿Cómo es la situación en otros países? Veamos, por ejemplo, la situación en España, nuestra madre patria. Allí, si un gallego, catalán o andaluz se preguntara: “¿Qué debo hacer para ser salvo? ”, tendría que salir a la búsqueda de la verdad. Y tendría que preguntar hasta quinientos otros españoles para recién encontrar a un evangélico que pudiera responderle que Jesús es el único camino. Ahora bien, si cruzamos hacia el sur el estrecho de Gibraltar llegamos a Marruecos, al norte de África que está justo a las puertas de la propia Europa cristiana. En esa nación, la situación es aún mucho más dramática. Si un árabe o berebere quisiera conocer el camino de la salvación eterna y hallar paz para su atribulado corazón, tendría que emprender una verdadera odisea para localizar al menos a un cristiano. Aparte de que no encontraría en todo su país ninguna iglesia ni librería cristiana en su propio idioma, para hallar a ese creyente que le pudiera hablar del amor de Dios y de la sangre de Cristo que limpia de todo pecado, ¡ tendría que buscarlo entre toda una multitud de hasta treinta mil musulmanes!

A nadie le gustan las comparaciones, pero

Pensemos por un instante: en Latinoamérica un evangélico por cada siete inconversos, en España uno por cada quinientos, y en Marruecos uno por cada treinta mil. ¿Somos nosotros realmente tan pocos como suponemos en relación a la población que nos rodea? Contemplemos otro país también tremendamente necesitado del evangelio redentor: la India. Su superficie en kilómetros cuadrados equivale a la de Argentina y Paraguay juntas. Su enorme población de 950 millones de habitantes es tanta como la de África y Sudamérica en conjunto. Sin embargo, para nuestro desconcierto, en la India viven aproximadamente ¡ igual cantidad de creyentes que en la Argentina y Chile !
Investigaciones serias que se realizan en todo el mundo señalan que en la actualidad hay por lo menos mil trescientos millones de seres humanos—es decir la mitad de la población total del planeta—que viven fuera del alcance directo de cualquier iglesia cristiana o misionero. Y lo que es más, esos millones que yacen aún perdidos en sus delitos y pecados difícilmente llegarán a tener a un cristiano a su alcance, a menos que creyentes de otros países estén dispuestos a dejar su patria y se trasladen para ir a vivir entre ellos y compartir las Buenas Nuevas.

Al comienzo de la gran comisión

El Señor Jesucristo nos mandó hace veinte siglos: “Id y haced discípulos a todas las naciones”, “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”, y “Me seréis testigos..hasta lo último de la tierra” (Mateo 28:19; Marcos 16:15; Hechos 1:8). Dejó de una manera clara e inequívoca la gran meta de la evangelización mundial. Esta fue su Gran Comisión para sus discípulos y para la iglesia de todos los tiempos y lugares. Inicialmente la encomendó a aquellos primeros discípulos, que a la sazón eran pocos en número, pobres en recursos económicos, sin gran trascendencia en cuanto a sus capacidades humanas y académicas, y para más, judíos, una nacionalidad cuyo pasaporte no era bien recibido en ninguna parte del vasto Imperio Romano. Fueron estos primeros y sencillos cristianos, quienes llenos del Espíritu Santo, diseminaron por todas partes el evangelio con pasión y sacrificio. Dios quería demostrar a las generaciones futuras que para llevar adelante su gran empresa de la evangelización mundial se valdría— primordialmente—de su gran poder y maravillosa gracia. “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zacarías 4.6). “Mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio … , y lo débil … , y lo vil … y lo menospreciado … y lo que no es, escogió Dios … , a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Corintios 2:26-29). La voluntad de Dios siempre ha sido que todos los hombres sean salvos, y vengan al conocimiento de la verdad (1 Timoteo 2:4) ya que Él no quiere “que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9). Su propósito es todo el mundo; su meta, cada criatura. El alcance de la misión no es nada menos que “toda nación, tribu, lengua y pueblo” (Apocalipsis 14:6) posea su propia iglesia autóctona que alabe y glorifique el nombre del trino Dios. Y cuando este evangelio del reino haya sido predicado en todo el mundo, “entonces vendrá el fin” (Mateo 24:14).

Usted responde

¿Podrá quedar la iglesia del Señor en Latinoamérica al margen de esta magna tarea de llevar el evangelio a más de un cuarto de la población mundial que no lo ha oído todavía? Además, ¿será que únicamente los misioneros que dejan sus patrias para ir al extranjero deben ser blancos, rubios y de los países anglosajones industrializados? ¿Tendrán que convertirse primero todos nuestros vecinos a Cristo y cubrirse todas las vacantes pastorales en nuestras iglesias para que entonces nos sintamos responsables de enviar misioneros a otros países? ¿O suponemos que nuestra deteriorada economía es el verdadero impedimento que obstaculiza a la iglesia latina a proyectarse a nivel mundial en las misiones? ¿Tendrá algún valor ese argumento delante de Aquél que dijo que de Él “es la tierra y su plenitud” (Salmos 24:1)?

Los famosos misioneros del pasado

No hay base bíblica para sostener que antes de enviar misioneros al extranjero debemos terminar la tarea en nuestra propia patria. Si esto fuera así, Hudson Taylor no habría salido hacia la China, ni Guillermo Carey a la India, ni Carlos Studd al África. Obviamente, había mucho por hacer en la Inglaterra de sus días. Pero aquellos grandes varones de Dios fueron a esos países donde sentían que iban a ser más útiles, y salieron desafiando, incluso, la incomprensión de muchos de sus compatriotas. Los creyentes de hace ochenta o cien años atrás en Estados Unidos, Suecia, Alemania o Escocia creían que la obra de Dios no se circunscribía sólo a sus respectivos países. Por eso, las iglesias de esas latitudes nos hicieron llegar sus primeros misioneros con la preciosa semilla de la Palabra de Dios. Ellos fueron los que con su abnegado trabajo dieron nacimiento a la obra evangélica en nuestra tierra. Difícilmente estaban aquellos hermanos e iglesias mejor preparados para la obra misionera foránea que nosotros hoy en Latinoamérica. Actualmente contamos con millones de evangélicos en nuestros países, pero ¿cuál habría sido el destino eterno de muchos de nosotros si tales consagrados pioneros de lejanas tierras se hubieran quedado en donde vivían, pensando que allí eran muy necesarios, sin sentirse responsables de ir más allá de sus fronteras nacionales?
Privilegiados espiritualmente En nuestros países, si alguien busca la eterna salvación tiene libre acceso a varios medios como para ser guiado a un encuentro personal con Cristo a través de la fe en Él. Sin tener que moverse mucho de su lugar, o andar buscando demasiado, casi cualquier latino tiene a su alcance ahora, y más aún en estos momentos sin precedentes de gran apertura y crecimiento de las iglesias, amigos evangélicos, biblias, audiciones radiales, cruzadas masivas, folletos, etcétera, que con suficiente eficacia podrán conducir sus pasos al encuentro del Salvador. Si se pierde, no es porque no supo o no pudo, sino porque no quiso. La Biblia dice: “El que desobedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” y “El que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Juan 3:36, 18). Pero hay millones que viven en Turquía, Afganistán, Mauritania, Mongolia, Japón, Yemen, Libia, Djibuti, Albania, Bangla Desh, India, Zanzíbar o en las tribus del Mato Grosso o Colombia, que se están perdiendo las inconmensurables bendiciones del evangelio, no porque no quieran o rehúsen creer, sino simplemente debido a que aún no llegó a ellos la noticia de que Dios hace dos mil años proveyó la medicina para curar sus pecados. El conocido pastor de misiones Oswald Smith se preguntaba: “¿Por qué tendrán que escuchar los hombres dos veces el evangelio antes que todos lo hayan oído por primera vez? ”
El granero del mundo Años atrás, mi patria fue considerada como el “granero del mundo”. Por diversas razones eso pasó a ser historia, aunque las riquezas agrícola-ganaderas de su pródigo suelo siguen siendo las mismas de antes. Si las condiciones sociopolíticas lo permitieran, hoy Argentina podría volver a ser el granero del mundo que fue una vez. De manera similar, las iglesias evangélicas disponen de un incalculable capital en cuanto a número de miembros, cultura general, conocimientos bíblicos, formación eclesiocéntrica, y nivel económico de vida que, de encenderse como debiera la pasión misionera dentro de su seno, nos llevarían a ser uno de los principales graneros espirituales, exportando misioneros a este hambriento y desesperado mundo. Evangelistas y pastores de mi país son reclamados y bien recibidos a lo largo y ancho de toda América. Algunos de ellos, que fueron a servir al Señor en el extranjero, desarrollan un ministerio exitoso y de gran repercusión. Pero hasta el presente, por lo visto, gran parte de ellos ha salido a título personal sin que el pueblo de Dios estuviera detrás enviando y sosteniéndoles como corresponde. Esto debería cambiar. Necesitamos desarrollar en nuestras congregaciones locales una fuerte toma de conciencia misionera que posibilite a los hombres y mujeres escogidos de Dios, el salir hasta lo último de la tierra y ser sostenidos dignamente mediante nuestras oraciones, interés y dinero. Es verdad que aquí en casa estamos lejos de haber terminado todo lo que nos queda por hacer, y deberemos continuar evangelizando, plantando iglesias y fortaleciendo a los creyentes, pero las muchas puertas que se nos abren, lo avanzado de la hora en que vivimos, y el claro mandato de nuestro Señor Jesucristo, nos imponen la ineludible responsabilidad de participar simultáneamente en la evangelización mundial … ¡también a nosotros los latinos!
Una nueva generación ha nacido Nuestra mirada vuelve otra vez a Israel. Ya han pasado cuarenta años. Una nueva generación se ha formado mientras tanto en el desierto. No ha aumentado sustancialmente, ni en número, ni en habilidades militares, ni en pertrechos bélicos; pero esa nueva generación de israelitas—ahora sí, confiados en el poder de Dios y dispuestos a obedecer—se lanza a la conquista de la tierra prometida y lo logra. Es que por fin, Israel ha logrado despojarse de aquel complejo de langosta que tanto tiempo le paralizó e incapacitó para avanzar hacia la meta. El nuevo pueblo de Dios, los creyentes latinoamericanos, ¿estarán hoy libres de aquel complejo de langosta y podrán en la presente generación lanzarse más allá de las fronteras nacionales y hacer un aporte decisivo a la evangelización mundial? Estimado lector: ¿Cuál será su parte en el cumplimiento de la Gran Comisión?

Federico A. Bertuzzi